Safranski (1991) resume muy bien las ideas de Schopenhauer que posteriormente tendrían un correlato en el siglo XX.
«El absurdo básico del materialismo consiste por tanto en que su punto de partida es lo objetivo…, mientras que, en verdad, todo lo objetivo, en cuanto tal, está múltiplemente condicionado por el sujeto cognoscente y por las formas del conocimiento a las que tiene como presupuesto; por lo que desaparece por completo en cuanto suprimimos al sujeto» (I, 61).
«buscar la esencia íntima del mundo, la cosa en sí, no ya en uno de los dos elementos de la representación (sujeto y objeto), sino en algo distinto por completo de la misma» (I, 68).
Si el mundo es mi representación por una parte, por otra, la confrontación cotidiana con el mismo me indica algo más; las cosas no pasan a nuestro lado, sujetos cognoscentes, como mera representación, sino que despiertan en nostros un «interés… que absorbe completamente nuestro ser» (I, 151).
Con Spinoza, por ejemplo, incluso la manipulación de objetos o el acto de amor son primariamente una especie de 'conocimiento'. La imagen del hombre queda proyectada desde la cabeza y la cabeza, con la que el hombre piensa y con la que piensa también que piensa, es reducida, por regla general, a pensamiento. Algo distinto sucede en Schopenhauer: el «interés» no surge del conocimiento sino que le precede y nos abre una dimensión com-pletamente distinta. «¿Qué es este mundo intuitivo además de ser mi representación?» (I, 51), pregunta Schopenhauer. Ya conocemos su respuesta: Voluntad.
La voluntad es lo más cierto. 'Voluntad' es el nombre para la autoexperiencia del propio cuerpo y éste es la única realidad que no sólo tengo como representación sino que también soy yo mismo. Pero, puesto que puedo también representarme mi cuerpo, resulta que el propio cuerpo «me es dado de dos maneras completamente diversas: por una parte como representación en la intuición inteligente, como un objeto entre objetos…: pero, simultáneamente, de una manera completamente distinta, a saber, como ese algo que cada uno de nosotros conoce de manera inmediata y que es designado por la palabra voluntad.» (I, 157). La autoexperiencia del propio cuerpo es el lugar exclusivo que me permite experienciar lo que es el mundo además de ser mi representación.
En este complejo tránsito que va desde la realidad máxima de la voluntad vivida en el propio cuerpo hasta el mundo exterior, Schopenhauer se sirve del procedimiento de 'analogía': «Tendremos que suponer, pues, que, así como el cuerpo es por una parte representación, y en ese sentido pertenece a la misma clase que los demás objetos, por otra, cuando prescin-dimos de que éstos son representación del sujeto, el residuo que queda en cuanto esencia de los mismos tiene que ser idéntico a lo que en nosotros llamamos voluntad.» (I, 149)
La sugestiva plausibilidad del argumento se debe a la consecuente firmeza con la que Schopenhauer se aferra a la filosofía trascendental. Esta enseña que todo el mundo conocido y percibido es nuestra representación. Pero puesto que nuestra representación no lo es todo, aquello a lo que ninguna representación puede llegar (la «cosa en sí» de Kant) tiene que ser buscado en el mismo ámbito en el que nosotros mismos, y por el momento sólo nosotros mismos, somos todavía algo más que seres capaces de representar.
El procedimiento filosófico trascendental circunscribe en el ser (aunque al principio sólo negativamente) aquello que no entra en la representación, objetividad, causalidad, etc. En este ser no representado anida, según Schopenhauer, la 'voluntad'. Si se le saca de ese ámbito, se convierte en un objeto entre los objetos de la representación y, por tanto, en un eslabón explicativo de la cadena causal de los objetos. Schopenhauer no se cansa de precaver contra tales malentendidos. Subraya que la referencia a la 'voluntad' no constituye una explicación, sino que muestra tan sólo lo que el mundo es al margen de ser un mundo que nos representamos y al que manipulamos, al margen de ser un mundo que precisa de explicación y es susceptible de recibirla (por parte de la ciencia de la naturaleza). «Es tan inapropiado sustituir una explicación física con el recurso a la objetivación de la voluntad como lo sería recurrir a la fuerza creadora de Dios. Pues la física exige causas y la voluntad nunca es causa: su relación con el fenómeno no tiene nada en absoluto que ver con el principio de razón sino que, lo que en sí mismo es voluntad, existe por otra parte como representación, es decir, es fenómeno y como tal obedece a las leyes que constituyen la forma del fenómeno» (I, 208).
La filosofía de la voluntad de Schopenhauer no pretende competir idealmente con las ciencias explicativas de la naturaleza. Por eso he llamado hermenéutica de la existencia al procedimiento de Schopenhauer para comprender el mundo partiendo de la voluntad vivida por dentro. La problemática de Schopenhauer, en el punto en el que se produce el paso decisivo de la representación a la voluntad, es cabalmente hermenéutica. En la siguiente cita están resaltados los términos hermenéuticos: «Refiriéndola, pues, completamente a la representación intuitiva… nos será dado conseguir una aclaración sobre su auténtico significado, sobre ese significado suyo, que normalmente sólo llega por el sentimiento y en virtud del cual tales figuras no nos resultan extrañas al pasar a nuestro lado dejándonos indiferentes, sino que se dirigen a nosotros de manera inmediata, son comprendidas y despiertan un interés que nos absorbe por completo» (I, 137).
«Cuando contemplamos el mundo inorgánico con mirada escrutadora, cuando vemos el tremendo e indetenible impulso con el que las aguas se precipitan al vacío, la persistencia con la que la aguja magnética se orienta constantemente hacia el polo Norte, el anhelo con el que el hierro vuela hacia el imán, la violencia con la que los polos de la electricidad tratan de volver a unirse, acrecentándose con los obstáculos, igual que pasa con los deseos humanos; cuando vemos una cristalización repentina, la cual da lugar a la construcción de figuras perfectamente regulares y que manifiesta-mente sólo es un decidido impulso originado y sostenido por un anhelo de rigidez determinado con exactitud en direcciones distintas; si observamos la elección con la que los cuerpos, dejados en libertad y desprendidos de los lazos de la solidez mediante el estado fluido, se buscan y se repelen, se unen y se separan; cuando, finalmente, sentimos en toda su inmediatez la presión y el forcejeo incansables de un cuerpo que sigue su única inercia y cuyo impulso hacia la tierra es impedido por nuestro cuerpo —si contemplamos todo eso, no nos costará un gran esfuerzo de la imaginación reco-nocer nuestro propio ser incluso a tan gran distancia, ese algo idéntico que, en nosotros, persigue sus fines a la luz del conocimiento, pero que aquí, en sus manifestaciones más débiles, sólo anhela de forma ciega, obtusa, unilateral e invariable. Sin embargo, puesto que es por doquier uno y el mismo —igual que la primera aurora comparte con el mediodía radiante el nombre de luz solar— también aquí, como allá, debe llevar el nombre voluntad, el cual designa lo que es el ser en sí de cada cosa del mundo y la entraña de cada fenómeno» (I, 180).
He aquí otro ejemplo, referido éste a la contemplación de la naturaleza orgánica: «El animal es tanto más ingenuo que el hombre cuanto la planta es más ingenua que el animal. En el animal vemos la voluntad de vivir más desnuda, por así decirlo, que en el hombre, el cual la reviste con mucho más conocimiento y en el que aparece encubierta por su facultad de simulación, de modo que su verdadera esencia sólo en parte y casi por casualidad llega a revelarse. En la planta se muestra completamente desnuda, pero también mucho más débil, como un mero impulso ciego a la existencia sin propósito ni fin. La planta desvela toda su esencia a la mirada con perfecta inocencia, pues no se avergüenza de llevar los genitales a la vista en el ápice de sí misma, mientras que en los animales ocupan el lugar más recóndito. Esta inocencia de las plantas reposa en su falta de cono-cimiento: pues la culpa no está en el querer sino en el querer con conocimiento. Cada planta habla de su entorno, del clima y de la naturaleza del suelo sobre el que ha crecido… Pero habla también de la voluntad particular de su especie y dice algo que en ningún otro lenguaje se puede expresar» (I, 230).
La voluntad nos 'habla' en todas las cosas del mundo exterior, pero sólo somos capaces de escuchar esta voz en actitud de contemplación. La experiencia de nuestro cuerpo nos pone sobre las huellas del secreto del mundo, pero para poder contemplar el espectáculo universal de la voluntad, hemos de perder antes el vínculo con dicho cuerpo; tenemos, como dice Schopenhauer, que convertirnos cabalmente en «mero ojo del mundo». El tránsito desde el frenesí vivido hasta el espectáculo contemplado de la voluntad no es empero algo fácil de entender. El virtuosismo conceptual con el que Schopenhauer aborda esta problemática habla a favor del talento del filósofo, pero deja también traslucir sus impulsos íntimos.
Según Schopenhauer, se trata de una experiencia en la que la división entre yo y mundo se desvanece: hay que salir de la representación y entrar en el ser. El punto de fuga de este deseo de éxtasis llevaba desde Kant el nombre de «cosa en sí». La vivencia de la voluntad en el propio cuerpo se muestra, o por mejor decir, se impone dolorosamente como tal «cosa en sí» del propio cuerpo. De hecho, la autoexperiencia inmediata de la voluntad me permite sumergirme en una dimensión que está por debajo del «principio de individuación». Pero, al antidionisíaco Schopenhauer, este descenso a la consciencia empírica, que, en cuanto tal, sigue siendo individual, no le agrada. Uno sigue ahí expuesto al apremio, al frenesí, al anhelo, al dolor del cuerpo. Uno es de ese modo «cosa en sí»; pero precisamente por serlo es imposible contemplar desde fuera lo que se es: tampoco el ojo puede verse a sí mismo. La metafísica de la voluntad de Schopenhauer gira en torno a esta dificultad: ¿desde dónde puede uno contemplar la voluntad, la «cosa en sí», sin ser al mismo tiempo voluntad? Ese lugar, si existe, tendrá que romper, al igual que la voluntad, los límites individuales —pues hay que salir del individuo para no permanecer apresado en la jungla del mundo fenoménico. Schopenhauer propone ingeniosamente la siguiente inversión: el sujeto del querer, en cuanto «cosa en sí» infraindividual, puede ser contemplado solamente por lo supraindividual, a saber, el sujeto puro del conocimiento. 'Puro' significa aquí: liberado de la voluntad, de los intereses empíricos del individuo. Por tanto: contemplación de la voluntad desde la ausencia de voluntad. Entre lo infraindividual y lo supraindividual se produce una complicada transacción: debe transferirse al acto de contemplación el encanto metafísico de la voluntad (su carencia de tiempo-espacio-causa-lidad), pero no la sustancia de esa voluntad, su anhelo, su apremio, su frenesí. Schopenhauer se ve obligado a hacer juegos malabares con los conceptos. Toda la cuestión se centra ahora en el poder mostrar la existencia de tal tipo de contemplación sin que ello signifique tejer fantasmas conceptuales en el vacío. No se trata de ver si es posible sino de si efectivamente existe. Y para saber si existe habrá que haberla experimentado en uno mismo. Schopenhauer tiene experiencia de esa contemplación y se dispone a hablar de ella con conceptos. No es otra cosa su filosofía.
En sus manuscritos, Schopenhauer había llamado a esa contemplación «consciencia mejor». Se trata de un estado de arrobamiento: abandono del espacio, del tiempo y del yo.
El conocimiento liberado de la voluntad, la auténtica actividad metafísica, no es otra cosa que una actitud estética: la transformación del mundo en un espectáculo que puede ser contemplado con placer desinteresado. El arte, o mejor dicho, la actitud que el arte inducen el espectador, es el paradigma de esta experiencia de la realidad: «El goce de todo lo bello, el consuelo que proporciona el arte, el entusiasmo del artista, que le permite olvidar los cuidados de la vida… todo esto se basa en que… el en-sí de la vida, la voluntad, la existencia misma, es un padecimiento continuo, en parte fastidioso y en parte horrible; la misma cosa, en cambio, contemplada como representación pura, o reproducida por el arte y libre de tormento, proporciona un espectáculo lleno de significación» (I, 372).
Una generación más tarde, Nietzsche proclamará el mismo pensamiento, aunque haciendo el ademán de haber superado todas las doctrinas precedentes. Su máxima de que el mundo sólo se puede justificar estéticamente no significa más que esto: sólo es soportable convertido en fenómeno estético. Si Nietzsche, contra Schopenhauer, apela a pesar de todo a un compromiso con la voluntad, es porque se refiere a una voluntad transformada con anterioridad en juego estético. Su «voluntad de poder» hace un guiño: se contempla desde la suficiente lejanía como para poder gozar de sí misma. Ninguna filosofía anterior a la de Schopenhauer había atribuido a lo estético el máximo rango filosófico que éste le otorga.
«La filosofía», se dice en una anotación de 1814, «ha ensayado soluciones inútilmente durante tanto tiempo porque buscaba por el sendero de la ciencia en vez de buscar por el camino del arte» (HN I, 154).
“Es decir, que la teoría del conocimiento y la teoría de la vida nos parecen inseparables una de otra. Una teoría de la vida que no se acompañe de una crítica del conocimiento está obligada a aceptar, al pie de la letra, los conceptos que el entendimiento pone a su disposición: no puede sino encerrar los hechos, de grado o por fuerza, en cuadros preexistentes que considera como definitivos. Obtiene así un simbolismo fácil, necesario incluso quizás a la ciencia positiva, pero no una visión directa de su objeto. Por otra parte, una teoría del conocimiento, que coloca de nuevo a la inteligencia en la evolución general de la vida, no nos enseñará ni cómo están constituidos los cuadros de la inteligencia, ni cómo podemos ampliarlos o sobrepasarlos. Es preciso que estas dos investigaciones, teoría del conocimiento y teoría de la vida, se reúnan, y, por un proceso circular, se empujen una a otra indefinidamente. Así podrán resolver por un método más seguro, más cercano a la experiencia, los grandes problemas que presenta la filosofía. Porque, si tuviesen éxito en su empresa común, nos harían asistir a la formación de la inteligencia y, por ende, a la génesis de esta materia cuya configuración general dibuja nuestra inteligencia. Ahondarían hasta la raíz misma de la naturaleza y del espíritu. Sustituirían el falso evolucionismo de Spencer —que consiste en recortar la realidad actual, ya evolucionada, en pequeños trozos no menos evolucionados, luego en recomponerla con estos fragmentos y en darse así, de antemano, todo lo que se trata de explicar— por un evolucionismo verdadero, en el que la realidad sería seguida en su generación y su crecimiento.” (Bergson 1963, pp. 436-7)
Bergson reconoce dos fuentes de conocimiento de la vida: el entendimiento que filtra conceptualmente la realidad desde un criterio práctico y la intuición que nos traslada al núcleo vital de la realidad. A partir de esta distinción se establecen dos experiencias del tiempo: la del entendimiento que construye el tiempo físico medible y la de la experiencia interna de la intuición que vive el tiempo como duración.
Como indica John Abromeit en Marx Horkheimer and the foundation of the Frankfurt School (2011, New York, Cambridge University Press, p. 134) :
Husserl had subordinated science to philosophy, but he still considered philosoophy to be a logically rigorous and strictly theoretical undertaking. Bergson, in contrast, rejected all forms of conceptual knowledge as inadequate for the purpose of understanding reality. For Bergson, all forms of conceptual knowledge, including science, do not reveal to us the way things are “in themselves,” but are instead useful devices for manipulating reality, particularly “lesser” forms of reality, such as nature or inert matter. Bergson argues that reality in its highest and most authentic form is the unceasingly active, inexhaustible creative will of life.
Abromeit, J., Marx Horkheimer and the foundation of the Frankfurt School, 2011, New York, Cambridge University Press.
Adrián J., Heidegger y el concepto del tiempo, ÉNDOXA: Series Filosóficas, n.11, 1999, pp. 211-226. UNED, Madrid
Bergson, H., La evolución creadora, en “Obras escogidas”, Madrid, Editorial Aguilar, 1963.
Safranski, R., Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía, Madrid, Alianza Editorial, 1991.
Ballesteros, E., Presencia de Schopenhauer, Ediciones de la Universidad de Castilla la Mancha, 1992.